Quinn y Piccinini: La lejana reminiscencia de lo humano.
Nicolás Cadavid*
Los
siguientes textos, escritos durante el año 2009, ilustran a través de dos ejemplos
muy concretos dentro de la producción artística contemporánea, la estrecha relación
que existe entre medicina y política, su injerencia en la conservación de la
vida y en el derecho a morir de las personas, y
quizás de forma más precisa, permiten entrever las consecuencias de vivir en un
mundo en el que la ciencia y la tecnología tienen la posibilidad de catalogar,
regular y modificar radicalmente toda condición humana.
1. La voz tras la
máscara
Y las tinieblas, y la corrupción, y la
Muerte Roja
lo dominaron todo.
Edgar Allan Poe, La máscara de la muerte roja.
lo dominaron todo.
Edgar Allan Poe, La máscara de la muerte roja.
Un retrato suele proponernos ciertas revelaciones,
siendo quizás las dos más importantes, el parecido que éste suele y debe tener
frente al modelo, y el rescate y la exhibición de ciertas virtudes humanas que
yacen ocultas en la psiquis del retratado. Pero un retrato puede también
implicar otras cosas aun más interesantes. El retrato, en especial el retrato
escultórico, resulta inseparable en principio de la lógica de monumento, y como
tal, parece estar inevitablemente asociado a la representación conmemorativa
del poder. El monumento ha de ser ubicado en un espacio que por sus
significados y usos nos permitirá comprender el fin mismo de dicho objeto
escultórico, o sea, la traducción y simbolización de aquello que el propio
lugar desea que comprendamos de él. En Self,
obra de Marc Quinn de 1991, estos problemas adquieren una dimensión bastante
más singular.
El autorretrato hecho con cinco litros de sangre del propio artista trasgrede las convenciones con las que habitualmente se asocia la idea de retrato, es decir, la mímesis y la representación. Pero la trasgresión no reside en el mero espectáculo de lo horrible-sanguinolento, en el uso de materiales innobles o no artísticos que impiden realizar una copia fidedigna de un rostro humano, aun cuando en efecto podríamos decir que aquello que vemos al observar Self es un intento por hacer aparecer el rostro de Quinn, una representación del yo del artista (ese de ahí es Quinn y no otro). Sin embargo esta representación luce más como una máscara mortuoria, bastante fría e incluso distante. Más aún, la máscara se antoja ajena de ese ser que representa en tanto no ilustra –como suele hacerlo un retrato en el sentido clásico o las mismas máscaras mortuorias de personajes ilustres- ninguna figura alegórica del sujeto retratado: su valentía, su nobleza, su sabiduría, etc., características todas ellas que normalmente asociamos con lo trascendente. En Self no encontramos esos valores humanos; encontramos en su lugar al cuerpo en su situación actual, similar a una entidad “circundada por todas partes por la genética, la clonación, las nuevas tecnologías, la cibercultura, la pérdida de fisicidad o la promoción de lo inorgánico”[1]. Pareciese que en la pieza de Quinn sólo hay lugar para lo humano como despojo, como materia susceptible de ser usada por la industria y la tecnología, como si se tratase de un objeto cualquiera que se encuentra inscrito en la lógica de la producción maquinal en serie.
El autorretrato hecho con cinco litros de sangre del propio artista trasgrede las convenciones con las que habitualmente se asocia la idea de retrato, es decir, la mímesis y la representación. Pero la trasgresión no reside en el mero espectáculo de lo horrible-sanguinolento, en el uso de materiales innobles o no artísticos que impiden realizar una copia fidedigna de un rostro humano, aun cuando en efecto podríamos decir que aquello que vemos al observar Self es un intento por hacer aparecer el rostro de Quinn, una representación del yo del artista (ese de ahí es Quinn y no otro). Sin embargo esta representación luce más como una máscara mortuoria, bastante fría e incluso distante. Más aún, la máscara se antoja ajena de ese ser que representa en tanto no ilustra –como suele hacerlo un retrato en el sentido clásico o las mismas máscaras mortuorias de personajes ilustres- ninguna figura alegórica del sujeto retratado: su valentía, su nobleza, su sabiduría, etc., características todas ellas que normalmente asociamos con lo trascendente. En Self no encontramos esos valores humanos; encontramos en su lugar al cuerpo en su situación actual, similar a una entidad “circundada por todas partes por la genética, la clonación, las nuevas tecnologías, la cibercultura, la pérdida de fisicidad o la promoción de lo inorgánico”[1]. Pareciese que en la pieza de Quinn sólo hay lugar para lo humano como despojo, como materia susceptible de ser usada por la industria y la tecnología, como si se tratase de un objeto cualquiera que se encuentra inscrito en la lógica de la producción maquinal en serie.
Marc
Quinn, Self, 1991.
|
Precisamente este es el punto que se antoja
interesante, la verdadera trasgresión a la que hacía referencia, pues aun cuando
sea claro que los intereses de Quinn no pasan, al menos en esta pieza, por las
complejas relaciones entre el monumento y el lugar de y para el poder (y esto
es más que lógico con tan sólo observar las características formales de la obra
y las complejas especificaciones técnicas para su conservación y exhibición),
si nos permite repensar las relaciones entre arte y poder, más exactamente las
relaciones de control que la tecnopolítica y la biológica-industrial ejercen
sobre lo humano. Lo humano retratado se muestra en Self con tanta fragilidad, como miedo experimentan los invitados al
baile de máscaras ante la súbita aparición de La Muerte Roja en el conocido
cuento de Edgar Allan Poe. La sangre como evidencia de lo humano, transformada
en un molde de la cabeza de Quinn, permanece congelada a 12 grados bajo cero
dependiendo totalmente del buen rendimiento de la máquina refrigerante, como si
las posibilidades tecnológicas, médicas, estéticas y políticas de intervención
sobre los cuerpos hubiesen llegado a tal punto, que nos fuese imposible
imaginar nuestras vidas sin ellas. Así como la tecnología aplicada a la
medicina puede conservar la frágil vida de un paciente terminal aun cuando sus
seres cercanos deseen lo contrario, el poder asesina “legítimamente a quienes
significan para los demás una especie de peligro biológico”[2]
con la implementación de políticas genocidas y de control.
En Self la representación y la mimesis propias del retrato escultórico guardan silencio; la máscara inerte, suspendida en los límites entre lo vivo y lo muerto, es regulada por el dispositivo técnico que aquí se nos presenta como el lugar que el monumento conmemora, un lugar que al igual que la plaza, su par del espacio público, concentra, distribuye y ordena lo humano como cuerpo biológico y simple bien jurídico, llegando a exterminarlo de la misma forma que lo hace la peste de Poe con los invitados al baile. Sí, la máscara de Quinn, aunque muda, parecer revelar nuestra condición. |
2.
Lo casi humano
Dios sabe que no era de este mundo -o al
menos había dejado de serlo-,
y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos
carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana
reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas
ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Howard Phillips Lovecraft , El extraño.
y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos
carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana
reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas
ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Howard Phillips Lovecraft , El extraño.
La literatura de ciencia
ficción, no por algo llamada en sus orígenes literatura de anticipación, parecía vislumbrar ya desde las
primeras décadas del siglo XIX, la poderosa influencia que la ciencia y la
tecnología podrían tener sobre lo humano y sobre la vida en general. Pero más
allá de afirmar que visiones en extremo asombrosas como la creatura nacida en
el laboratorio del doctor Víctor Frankenstein, o el caso de HAL 9000 en 2001 A Space Odyseey, sean hoy en día
una realidad, sí podríamos alegar que éstas permiten reconocer el poder de
seducción que dichas ideas han ejercido sobre nuestros deseos de controlar cada
uno de los procesos biológicos que influyen en nuestras vidas, y más importante
aún, cómo estos deseos son manipulados, a su vez, por la lógica del Biopoder[3]. Not quite animal, trabajo de la artista australiana Patricia
Piccinini, parece referirse, precisamente, a aquellas nuevas formas de
humanidad que la tecnología del poder ha generado durante los últimos años, por
lo que su análisis, al menos para este pequeño texto, resultará de gran ayuda.
El cráneo realizado por Piccinini en 2008, aunque horrible y transgénico, bien podría reflejar la luz de una lámpara minimalista instalada en el lujoso departamento de algún coleccionista cool. Pero el cráneo no sólo refleja la cálida luz que reconforta; más allá de aquella hiperestetización que parece exigir un mercado del arte altamente globalizado, éste refleja el resultado de vivir en un mundo en el que la ciencia y lo maquinal tienen la posibilidad de transformar toda condición humana. Aquel cráneo hecho en bronce, mitad hombre, mitad bestia, cuyo origen parece remontarse a un periodo olvidado por las teorías evolutivas o a un fallido experimento genético, antes que grotesco y extraño, se nos antoja seductor en tanto intuye la presencia de lo Real lacaniano, a saber, aquello “que excede el orden simbólico representacional, el vacio fuera del lenguaje”[4]. Pero aparte de la fascinación por el misterio, ¿por qué nos seduce lo horrible, lo transhumano? Quizás porque desde que la enfermedad se instaló en nuestra conciencia ya no como epidemia sino como algo permanente que nos acecha y debilita constantemente, la medicina y el estado en conjunto han promovido la intervención del cuerpo como un asunto de necesidad, status y salud pública, como si tan sólo la alteración de lo humano pudiese aplacar la amenaza de la muerte y permitirnos continuar a lo largo de un infatigable proceso productivo-industrial. Esta es la razón por la cual, en las actuales condiciones de prótesis, implantes y manipulaciones genéticas, lo verdaderamente extraño es lo humano no intervenido, lo humano natural, no el cráneo mutante que parece reír con desparpajado cinismo.
El cráneo realizado por Piccinini en 2008, aunque horrible y transgénico, bien podría reflejar la luz de una lámpara minimalista instalada en el lujoso departamento de algún coleccionista cool. Pero el cráneo no sólo refleja la cálida luz que reconforta; más allá de aquella hiperestetización que parece exigir un mercado del arte altamente globalizado, éste refleja el resultado de vivir en un mundo en el que la ciencia y lo maquinal tienen la posibilidad de transformar toda condición humana. Aquel cráneo hecho en bronce, mitad hombre, mitad bestia, cuyo origen parece remontarse a un periodo olvidado por las teorías evolutivas o a un fallido experimento genético, antes que grotesco y extraño, se nos antoja seductor en tanto intuye la presencia de lo Real lacaniano, a saber, aquello “que excede el orden simbólico representacional, el vacio fuera del lenguaje”[4]. Pero aparte de la fascinación por el misterio, ¿por qué nos seduce lo horrible, lo transhumano? Quizás porque desde que la enfermedad se instaló en nuestra conciencia ya no como epidemia sino como algo permanente que nos acecha y debilita constantemente, la medicina y el estado en conjunto han promovido la intervención del cuerpo como un asunto de necesidad, status y salud pública, como si tan sólo la alteración de lo humano pudiese aplacar la amenaza de la muerte y permitirnos continuar a lo largo de un infatigable proceso productivo-industrial. Esta es la razón por la cual, en las actuales condiciones de prótesis, implantes y manipulaciones genéticas, lo verdaderamente extraño es lo humano no intervenido, lo humano natural, no el cráneo mutante que parece reír con desparpajado cinismo.
Patricia Piccinini,Not Quite Animal (Transgenic Skull for the
Young Family), 2008.
Pero la aparición de lo
Real, es decir, la posibilidad de contemplar un cráneo que nos parecía
inverosímil, no llega sola; también trae consigo la experimentación de una
fuerte dosis de angustia, una suerte de nostalgia por un pasado en el que lo
extraño se conservaba lejos de la vida cotidiana. Sin embargo esta nostalgia
por un cuerpo intacto en su humanidad es, en momentos donde el control Biopolítico
ha alcanzado niveles desproporcionados al regular “la vida social desde su
interior, siguiéndola, interpretándola, absorbiéndola y rearticulándola”[5], una empresa tan ingenua
como el mejor esfuerzo por solucionar la grave crisis ambiental; pues una vez
el espectáculo grabó en nuestra mente la promesa de la vida eterna y el confort
urbano, simplemente nos fue imposible decir que no a un mundo rebosante en
objetos, cada cual más bello que el otro, cada cual más erótico, especializado
y necesario que su propio usuario.
Aunque en Not quite animal encontramos cierta reminiscencia de formas humanas, éstas pasan a un segundo plano, se presentan desafectadas, relegadas, casi menospreciadas; en su lugar el objeto (artístico) protagoniza la escena, pues es a través de él, del éxtasis que puede producir en nosotros, que lo extraño se incorpora sin ninguna resistencia a nuestra vida permitiendo conocer de esta forma el indecible rostro del Biopoder.
Aunque en Not quite animal encontramos cierta reminiscencia de formas humanas, éstas pasan a un segundo plano, se presentan desafectadas, relegadas, casi menospreciadas; en su lugar el objeto (artístico) protagoniza la escena, pues es a través de él, del éxtasis que puede producir en nosotros, que lo extraño se incorpora sin ninguna resistencia a nuestra vida permitiendo conocer de esta forma el indecible rostro del Biopoder.
[1] PERRIN, Frank. Mutant body: el cuerpo en su campo ampliado. Notas sobre una conéctica transformacional. En David Pérez, ed. 2004, pp.306-317.
[2] FOUCAULT, Michel. Derecho de muerte y poder sobre la vida. En Historia de la sexualidad. 1- La voluntad de saber. Traducción de Ulises Guiñazú. Buenos Aires / México D.F.: siglo veintiuno. 2002.
[3] Término acuñado por Michel Foucault para referirse al uso que los estados modernos hacen de numerosas y diversas técnicas para subyugar los cuerpos y controlar la población.
[4] ZÚÑIGA, Rodrigo. La demarcación de los cuerpos. Santiago de Chile: Metales pesados, 2008, p. 17.
[5] HARDT, Michael – NEGRI, Antonio, La producción biopolítica. En Imperio. Traducción de Alcira Bixio. Barcelona: Paidós, 2002, pp. 37-53.
[2] FOUCAULT, Michel. Derecho de muerte y poder sobre la vida. En Historia de la sexualidad. 1- La voluntad de saber. Traducción de Ulises Guiñazú. Buenos Aires / México D.F.: siglo veintiuno. 2002.
[3] Término acuñado por Michel Foucault para referirse al uso que los estados modernos hacen de numerosas y diversas técnicas para subyugar los cuerpos y controlar la población.
[4] ZÚÑIGA, Rodrigo. La demarcación de los cuerpos. Santiago de Chile: Metales pesados, 2008, p. 17.
[5] HARDT, Michael – NEGRI, Antonio, La producción biopolítica. En Imperio. Traducción de Alcira Bixio. Barcelona: Paidós, 2002, pp. 37-53.
Bucaramanga, 1979. Artista visual con estudios en la Universidad
Industrial de Santander y en la Universidad de Chile. Ha expuesto sus proyectos
en diversas ciudades de Colombia, Venezuela, Chile, Cuba y Argentina. Entre 2011 y 2012 se desempeñó como curador del XIV Salón Regional de Artistas Zona Oriente.